Que la tierra sea leve a un maestro del cine de miedo
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Llamarle "Chicho" me resulta algo muy cercano a eso de los admiradores de Gabriel García Márquez, que para dejar constancia del entusiasmo que les inspira su obra tienen a bien llamarle "Gabo" como si hubiera existido alguna confianza entre ellos. Yo soy entusiasta del cine de miedo y como tal también vengo a rendir mi pequeño tributo a Narciso Ibáñez Serrador. Prefiero llamarle así, por su nombre completo, para que quede claro el respeto que, desde la encendida admiración que me inspira su obra, le profeso. A Buñuel siempre le llamo "don Luis" por el mismo motivo.
Que otros alaben Un, dos, tres responda otra vez..., el concurso por antonomasia de la televisión en España, todo un capítulo en la historia del medio en nuestro país y todo un recuerdo en nuestra memoria colectiva. Ahora bien, yo me quedo con Historias para no dormir. El dibujo de esa puerta abriéndose al comienzo de su cabecera, dejando entrar un rayo de luz en la penumbra que llenaba el plano, fue la primera imagen angustiosa que me magnetizó. Raramente conseguí ver más. Eran emisiones con dos rombos, prohibidas a los niños de hace más de cincuenta años. El propio Ibáñez Serrador solía apuntar que los de miedo son cuentos para adultos. Con todo, entre aquellas historias que nos quitaron el sueño, supe por primera vez de la experiencia de Edgar Allan Poe, deidad y referencia de toda ficción diabólica, en un acercamiento a sus últimos avatares que Ibáñez Serrador nos presentó en 1967 bajo el título del más célebre poema del estadounidense: El cuervo.
Ya adulto ávido de cuentos de miedo, supe que en Historias para no dormir fueron adaptados maestros del género como W. W. Jacobs, cuyo relato La pata de mono fue puesto en escena por Ibáñez Serrador en La garra (1967). Sin olvidar sus versiones de los acólitos de Lovecraft, como mi dilecto Robert Bloch, autor de la novela que Hitchcock adaptó en Psicosis (1960) y del relato en que se basa El muñeco, otra historia para quitar el sueño emitida en el 66. Hasta Byron Haskin, el realizador de La guerra de los mundos (1953) y La conquista del espacio (1955), colaboró con el maestro de la televisión española. Una de las últimas veces que emplazó su cámara fue para la filmación de La mano (1968), otra historia para no dormir. Ésta, basada en una pieza de Ray Bradbury.
Habría tanto que hablar sobre la admiración que Ibáñez Serrador profesó al autor de Fahrenheit 451 (1953) y la encomiable forma en que dio a conocer su obra entre la audiencia española merced a sus adaptaciones para la antena, en los días en que la televisión española parecía cautiva del simpático zoom de Valerio Lazarov para más inri, que sería un crimen no hacerlo y detenerse en la calabaza Ruperta.
Vamos por tanto con la primera película del maestro del terror -aquí el prefijo "fanta" sobra porque el de Ibáñez Serrador siempre fue un terror factible, materialista-, La residencia (1969). Este primer largometraje del finado fue uno de los pilares de cierta tradición en la que el espanto surge en un colegio de señoritas. Un año antes, el italiano Antonio Magheriti había estrenado un filme de título inequívoco: Crimen en la residencia, un giallo sobre una serie de muchachas asesinadas en su internado. También fue en el 68 cuando el mejicano Carlos Enrique Taboada presentó Hasta el viento tiene miedo, todo un clásico del terror azteca -uno de los mejores del mundo- sobre el alma en pena de una antigua alumna que se hace notar en un colegio femenino. Ibáñez Serrador tomo buena nota de los hallazgos de esta cinta. Con el mismo acierto contrató a Lili Palmer para incorporar a la señora Fourneau de La residencia porque la actriz había sido Elisabeth von Bernburg de Corrupción en el internado (Geza Radvanyi, 1958), que fuera a su vez remake de Muchachas de uniforme (Leontine Sagan y Carl Froelich, 1931), un clásico del cine lésbico.
Tras La residencia llegaron, entre otras, Lujuria para un vampiro (Jimmy Sangster, 1971), una de las maravillas de la Hammer; ¿Qué habéis hecho con Solange? (Massimo Dallamano, 1972), uno de los giallos más preciados; si se me apura un poco también puede citarse Picnic en Hanging Rock (Peter Weir, 1975), donde el miedo se queda en misterio pero hay colegio y señoritas; y, por supuesto, Suspiria (1977) y Phenomena (1985), ambas con crimen entre colegialas y dirigidas por Dario Argento... En fin, todo un subgénero del cine de terror, que conoció su mayor esplendor en el destape y en los años previos, cuando la clásica secuencia de las chicas en las duchas podía ser más sugerente. Un precedente del slasher en cierto sentido que tuvo en La residencia, de Narciso Ibáñez Serrador, su obra maestra.
¿Quién puede matar a un niño? (1976) es un caso sin parangón en toda la historia del cine. Basada en una novela de Juan José Plans -director del Festival de Cine de Gijón durante algunos años y uno de los autores españoles de ciencia ficción más destacados- su asunto pone en duda uno de los grandes dogmas de la humanidad: la infinita inocencia de los niños. Los de la isla del levante español, a la que arriba un matrimonio de turistas ingleses para vivir unos días de descanso, han decidido acabar cruelmente con todos los adultos -los propios padres incluidos- como reparación a las maldades de los mayores con ellos.
Tangencialmente pueden buscarse antecedentes a tan insólita propuesta en El pueblo de los malditos (Wolf Rilla, 1960) y Los hijos de los malditos (Anton Leader, 1963). Después vendría la saga de Los chicos del maíz. Pero nadie llevó este conflicto generacional hasta las consecuencias que lo hace Ibáñez Serrador. Evelyn (Prunella Ransome) es atacada por el feto que está gestando. El amor filial, la inocencia infinita de los niños... son varios los dogmas contra los que arremetió el finado. Y lo hizo además en los días en que el bueno de Steven Spielberg empezaba a cargarnos con su infantilismo y con sus niños repelentes que saben más que los adultos.
Ya en particular debo confesar que conmigo, Narciso Ibáñez Serrador fue tan generoso como con Byron Haskin. Finalizaba el año 94 cuando me encargó un reportaje -cuyo asunto omito deliberadamente- para Luz roja, su programa de entonces, que conducía Elena Ochoa. Con lo que me pagaron por aquel trabajo pude vivir un par de meses. Terror del bueno y una pequeña fortuna para mi siempre exiguo presupuesto. Eso es lo que siempre agradeceré al maestro del cine de miedo que acaba de sumirse en las sombras eternas. Que la tierra le sea leve.
Publicado el 8 de junio de 2019 a las 16:00.